10.07.2006

sobre huevos y piedras

Desde el primer día que cruzas la puerta de un hospital, en calidad de estudiante, siempre hay alguien que se encarga de hacerte comprender lo mucho que estorbas, lo poco que sabes y lo inútil que eres. Ante eso la gente se adapta e incluso aprende a ser así con todo el que, en esta taxonomía médica, esté por debajo de ellos.
Una vez te acostumbras a la verticalidad mezquina de este sistema de salud, sabes que siempre serás el huevo y ellos la piedra, si les caes te revientas y si ellos te caen, igual. De manera que esto de la presión psicológica no es nuevo.
Pero por más que creas que lo has visto todo, indiscutiblemente siempre surge algo inesperado; algo que para bien o para mal te desconcierta. Así pues, con todo y lo que he pasado en estos sopotoscientos años que tengo en la misma carrera, jamás había sentido mi ego tan pisoteado como durante esas dos semanas que roté en la consulta externa de la especialidad más insignificante de la medicina interna. ¿Arrogante yo? Tal vez.
Como sea, todo queda en familia. Mis jefes eran una pareja de doctores, genéticamente vinculados y altamente reconocidos en esta suciedad, por su abolengo más que por cualquier mérito médico. Y aparentemente, esa superioridad es algo de lo que no se pueden desvincular. Entrar en contacto con ellos desde un principio fue como retroceder al siglo XVII, ellos eran los latifundistas y nosotros los peones. No digamos tanto que era porque nos tocaba trabajar duro, pensemos por un momento que para eso estábamos; sino más bien por la manera tan déspota y tan humillante como nos trataban. De las cosas más light, recuerdo un día que me tocó asistir sola a uno de ellos, el médico A; mientras que mis otros dos compañeros estaban con el otro: el médico B. La jornada transcurrió sin sobresaltos, nada distinto a los desprecios y degradaciones de cada día. Todos terminamos el trabajo casi al mismo tiempo y pero no en el mismo lugar, de manera que cuando el B le dijo a los chicos que podían irse, A y yo no nos enteramos así que los colegas me buscaron para avisarme que nos podíamos ir. Me acerqué al doctor A, viendo que todo estaba hecho y en un intento de decir, "me necesita para algo más" le pregunté: " ¿me voy, doctor?" Para que fue eso. Comenzó a hablar enérgicamente, me preguntó que hora era y cual era mi hora de salida, me preguntó por qué razón me iba yo a ir antes, le dije lo que había pasado, llamó a B para confirmar si lo que yo decía era cierto, me dijo que fuera la ultima vez que yo DECIA que me iba, la próxima vez preguntara así: "doctor, me puedo ir?" que yo ahí no me mandaba, que quién me creía yo, que yo estaba muy mal acostumbrada, que ya era el colmo y un montón de cosas más. Cuando terminó sólo dije:" sí, doctor". Salí del consultorio, tenía la cara roja y caliente y una rabia muy grande. Salí del hospital y tenía tanto coraje que regresé, subí las escaleras y me vi abriendo la puerta del consultorio otra vez...
A este punto solo puedo decir que aún cuando he llegado a la mitad del camino estoy cansada de ser el huevo...

2 comentarios:

antartida dijo...

Estoy aún afectada por el anterior comentario! sabes cuál es el porcentaje de ateos!?
Saludos

Agua dijo...

Hallo!
Waki, date la vuelta por mi blog, tengo algo que me gustaría le echaras un ojos, sobre todo con el tema de la fe que tentemos atravesada entre los ovarios y la lengua.