Vestido de traje, zapatitos de escuela, pluma fina en el bolsillo. No medía más de 1.60 m, con una frente arrugada y tan amplia como su patròn de calvicie lo permite. Quién diría que detrás de tanta arruga habría una mente tan lúcida para los detalles, tan actualizada hasta en los más recientes saberes que la medicina molecular se ha antojado develar.
Llega con una suerte de asistente, se pensaría que es casi un empleado doméstico. Y es que estaba tan entrado en años, que no sería loco pensar que tiene instrucciones de no salir solo a la calle. Se presenta con un murmullo incomprensible. Lógico, no debe ser fácil en ausencia del mobiliario en la arcada dentaria superior y con un tono de voz imperceptible, pararse ahí con la pretensión de mantener la atención de un público joven, sobre todo si el contenido de la charla es tan minucioso que al hablar si quiera de un aminoácido se precisa el proceso íntegro de cuándo, cómo y quién lo descubrió, hasta la disposición de cada átomo que constituye la molécula pasando, claro, por el último acontencimiento publicado en cuanto a ese respecto el presente número de The Lancet, del British Medical Journal o vaya usted a saber. Casi me pregunto: ¿cómo es que se atreve?
Su vieja mano acierta a retirar la tapa del piloto con éxito. Su caligrafía en el tablero no deja lugar a dudas: su cuerpo no da más de sí.
¡Bravísimo! Terminó de apoyarse con el tablero, ahora es turno del carrusel de diapositivas. Un interminable tambor repleto hasta no dar más de trocitos de acetato que más que proyectar imágenes y ser un instrumento didáctico son una evidencia más de que el tiempo y el moho no perdonan a los objetos ni a sus dueños.
Y así empieza la función una vez más, con estos nuevos bríos y esta fuerza arrolladora de una amena charla. Bienvenidos sean todos a este, el que se supone debe ser mi último semestre.
3.10.2008
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